The story of Dorothea, the "mermaid" of Pinamar: she is 106 years old, swims and drinks sea water every day of her life

Dorothea Duisberg es alemana y sobrevivió a las dos guerras mundiales. Llegó por primera vez a Pinamar en 1952 y nunca más se pudo ir: “Este mar es mi hermano”.

 

La noche que Dorothea Duisberg llegó a Pinamar hacía frío, tanto que no había ni nubes y el cielo tenía impresas miles de estrellas fulgurantes. Corría el invierno de 1952, y en esa época del año Pinamar era un páramo hostil, un cúmulo de médanos y pinos en puja por el territorio, una idea arriesgada de sus fundadores. Dorothea llevaba cinco años en Argentina. Ella (en los refugios) y su marido Alfredo (en los campos de batalla) habían sobrevivido a las dos guerras mundiales. Dorothea necesitaba canalizar la añoranza de su Mar del Norte y el matrimonio llegó a este campo con mar sin luz ni calefacción a las 20.30 del día 26 de julio.

 

En el pasillo de la entrada, el recepcionista escuchaba atento una radio Spika. Dorothea y Alfredo apoyaron las maletas para saludar pero la escena se congeló con la voz metálica del locutor: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación”.

Pasaron 66 años, es un mediodía de enero del año 2019, y Dorothea mira al cielo celeste intenso como si hubiera allí un ayuda memoria: “Había estrellas como loco, una noche tan linda como mejor no puede ser. Cuando sonó que falleció Eva, todas las estrellas se fueron y empezó a llover tres días y noches seguidas. Fue increíble”, evoca, en un español todavía extranjero, con los ojos protegidos por unos gruesos anteojos marrones de carey.

Y desde esas lluvias, nunca más esta mujer abandonó Pinamar. Volvió todos los años y se instaló definitivamente en 1990. Esta playa es su fuente de energía: el viento, el sol y sobre todo por el mar: “Mi hermano es el mar”.

A los 106 años, la mujer es una celebridad de la playa San Javier. Una sirena sin mitología, de carne y hueso, con su traje de baño azul y su gorro blanco y su acento germánico. Cada mañana pasa por la arena del brazo del guardavidas Adrián Calabrese y se disuelve en el agua salada del Atlántico hasta que al cabo de algunos minutos vuelve a la arena, quizá rejuvenecida.

“Todos los días, todos los años, aunque llueva o haga frío, siempre al agua. No puedo vivir sin el mar, no me puedo ir de Pinamar”, dice sonriente, sentada bajo una sombrilla que hace juego con su vestimenta de playa. Cuando la fuerza de su cuerpo la acompañaba, Dorothea se metía cientos de metros al fondo y nadaba durante mucho rato.

Su pasión acuática llegó de chiquita. Bremen, su ciudad, no estaba muy lejos del misterioso Mar del Norte: “Íbamos a la costa todos los veranos también, con toda la familia, el agua era mucho mucho más fría que aquí y olas muy grandes. Y había mucha diferencia de marea, muy grande, aquí casi no se nota”.

Dorothea cumplirá en octubre 107 años y tiene una vitalidad juvenil, atemporal. Ha visto lo bello y lo atroz de la vida. Sobrevivió a las bombas, las balas y las enfermedades de las dos guerras mundiales. Tiene dos hijos, cinco nietos y once bisnietos y dice que no tiene recetas ni secretos, que su mérito es “vivir y no pensar la edad que tengo”.

 

Pero aquí en esta playa muchos conocen parte de lo que ella misma termina por confesar: “Siempre bebo varios sorbos de agua de mar, todos los días”, ríe, con gestos de saber que lo que dice sorprenderá.

—Claro, hoy tomé bastante porque tenía un gusto muy rico hoy, ¡bien salado! Y cura todas las enfermedades, nunca nunca tengo que ir al médico ni tomar ningún remedio. En serio. La naturaleza cambió mucho mucho, la gente hace mucha macana con la naturaleza, porque antes había almejas, miles y miles en toda la playa, y las comíamos, y era tan sana y tan sabrosa. Ya no hay más, es una pena, esa era mi comida, las comía crudas, apenas las sacaba. También los berberechos, ya no hay más. Cambió muchísimo. Los jóvenes ahora ni conocen a estos animales. También había un montón de gaviotas. Le estamos haciendo mucho mal a la naturaleza.

—¿Todos los días bebe agua de mar?

—¡Claro! Un sorbito al menos.

—¿No le da sed? ¿No le da ganas de tomar agua dulce después?

—¡Nooo! ¡Esta es mucho más rica! El agua dulce no tiene gusto.

Dorothea y Alfredo se conocieron en Alemania al final de la Segunda Guerra. El hombre había vuelto a su país, pero vivía en Argentina desde 1931. Se enamoraron y en 1947 vinieron al país. Él trabajó en una empresa textil y luego compró un campo y vacas. Como nunca aprendió bien el idioma, ella se dedicó a criar a Pedro y a Irene y a jugar al golf, que lo practicaba desde los 12. Y Alfredo trabajaba.

 

Dorothea disfruta de Pinamar desde que “era todo playa, playa, y médanos, y no había carpas ni sombrillas”. Pero se instaló en 1990. Y aquí vive seis meses. El resto del año lo pasa, mitad en Suiza (durante el verano boreal) y mitad en Chile, donde viven sus hijos. “Siempre busco el calorcito”, sonríe.

Su casa está a 200 metros de la playa, quizá más lejos no pueda vivir una sirena. Está sobre un médano, rodeada de arbustos y árboles, que le indican, según explica, cómo va a estar ese día el mar. “Yo los veo moverse por el viento y sé si hay olas”, explica.

Mientras charla con Infobae, reparte la mirada entre los ojos del periodista, los de su nuera Ruth, que le recuerda algunas palabras en español que ella trae en el idioma de su Patria, y la suave ondulación del mar, esta vez calmo.

Dorothea está preocupada por el cambio del clima. “Este verano viene malo, viento muy frío, nunca estuvo tan mal. Antes empezábamos a nadar el 12 de octubre y después el 15 de noviembre, todos los días, no para mojarme los pies, ¡adentro! Este año recién en Navidad. Antes hasta el 15 de abril podíamos bañarnos todos los días. Y ahora 15 de marzo y chau, no más. Se está achicando el verano”.

—¿Vive su edad como algo normal?

—Es normal. No hay que pensar que soy vieja, estoy como estoy y hago lo que puedo. Si hago poco estoy peor. Hago mucho y sola y estoy mejor. Ir al mar sola me cuesta porque ya no tengo equilibrio. Demoro mucho y algunos me quieren ayudar pero tengo que hacerlo sola. Cuanto más me ayudan menos puedo hacer.

En efecto, durante seis meses Dorothea vive sola en su casa sobre el médano, y manda mails a sus hijos y a sus nietos, y hasta hace muy poco manejaba su auto. “Aprendí a usar la computadora a los 90 años, cuando todos cierran los ojos”, ríe y cambia bruscamente de tema, como si necesitara evocar el agua, como si su piel se resecara de golpe.

“Siempre me gustó el agua y nadar. Y más en el mar, por las olas”, reflexiona con un tono de voz susurrante. Y hace silencio, como si buceara en su interior, hasta que vuelve a la superficie, por una bocanada de aire y, en este caso, de palabras, o de sensaciones: “El mar es mi vida, es mi hermano. No las montañas, que están allá, todos los días iguales. El mar en media hora cambia. Hoy está hermoso, pero a la mañana era diferente”.

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